Cuando nos sentimos escritores —valga decir que yo sólo lo siento cuando hago el acto de escribir y no en todo momento —esperamos perennalmente que nos llegue una idea. Es una idea luminosa, casi celeste, como si quisiéramos copsarla de la misma manera que aparece el agua en el desierto, pero nunca se manifiesta físicamente delante de nuestros ojos. A veces, incluso, brota de nosotros una imagen que creemos que se convertirá en un concepto y, sin embargo, como no reconocemos esa representación mental como algo concreto y no sabemos desabstractizarla no podemos escribirlo.
La espera se hace larga. Tenemos la creencia de que en cualquier momento de algún día, cercano o lejano, tendremos ante nosotros el germen originario de lo que será nuestra obra, el punto de inicio que la hará arrancar de nuestras entrañas y la convertirá en una cazuela de potaje casero. Asimismo, buscamos aquello indefinido que nos ha de llevar a iniciar nuestro quehacer, pero la busca acaba finalizando sin éxito.
Miramos a nuestro alrededor, a los que ya han escrito y que además han sido leídos por más personas que las que pueden contar con los dedos de las patas traseras y delanteras con las que Dios nos ofreció. ¿Qué sucede, entonces? No tenemos más que sostener nuestro miedo ante la idea en blanco y tragarnos el cúmulo de saliva que se nos ha almacenado pensando que ellos sí que pudieron gozar del privilegio de adquirir una idea mágica. No obstante, no sabemos si fue o si es así, seguro que no. Ellos están demasiado lejos para preguntarles, no tenemos otra opción que aguardar con paciencia mientras seguimos escribiendo en servilletitas de papel en cualquier bar Manolo.
Además, no es sólo esperar que el tema, cuya perfección ni siquiera consideramos, llegue a nuestras bobas e insípidas mentes; después, tendremos que darle una forma y un formato a nuestra idea, deberemos escribirla. Se supone que debemos aprender a expresarnos de la mejor manera posible para que nos entiendan —a no ser que queramos ser escritor y lector del mismo texto a la vez para toda la vida, en este caso escribiremos lo que nos salga del chocho, como ahora— y eso conlleva un tiempo de corrección y de empatía con el lector forzoso y largo.
Por hablar de mí, —egocentrismo propio de los escritores noveles o prenoveles— quisiera contar que una vez, perdida en mi imaginación y fantasía mientras oía a un grupo musical en un local de ensayos, me surgió “la idea”. La “gran idea”. Sin pensármelo dos veces, cogí un papel y apunté lo que para entonces iba a ser la estructura de un libro que no sólo me satisfaría, también me aseguraría mi felicidad literaria. Pero, ¡no!, obviamente que no, el tiempo pasó y con el tiempo también pasó la idea, que sacada de su contexto dejó de tener algún sentido y fue casi imposible considerarla como válida para escribirla. Del mismo modo ocurrió una segunda vez y no recuerdo si una tercera. ¿Qué más da?
Podemos llegar al extremo en estos casos y pensar: “¿Por qué no escribir a base de ideas, de solo ideas? ¿Por qué no teclear a la deriva y trazar garabatos de oraciones o esbozos de textos que luego puedan convertirse en algo más?”. Se puede hacer y, de hecho, lo hacemos muchos, pero sé que nunca sucede ese segundo paso en que se convierten en algo más y, por supuesto, ni siquiera cabe pensar en que acaben siendo una obra completa en su totalidad.
Porque claro, ¿A quién le interesa que en mi trayecto “universidad-casa” me haya impactado, fíjate tú, una mujer en una bicicleta “de ciudad” con los labios carmines? ¿A quién le importa que al mirar la plaza Universidad haya sentido una potencia exasperada durante no más de cinco segundos y que luego me haya sentido diminuta frente a la inmensidad de un mundo que no me comprende? Y ¿qué más da si inmediatamente he pensado que hay muchísimos más incomprendidos al igual que yo —y seguro que más desesperados— y que ninguno de nosotros puede encontrar solución a estas emociones tan humanas? Claro que no podemos encontrarle soluciones, porque en sí mismas no son un problema.
Yo tampoco tengo respuestas, quizá sí tenga leves respuestas inconexas que se pierden por su propia propiedad de garabatismo infatil. Lo único que sí puedo suponer, por lógica, —por estúpida y loca lógica—, es que lo que yo escriba sobre estas banalidades, —porque a fin de cuentas, siempre estamos igual los txóvenes— le importará a quien me ame —“amar”, menuda palabreja, si ya está en la carrera cuya meta es la conversión en arcaismo—, o a quien le guste o a quien me aprecie; quizá por verse predispuesto al gusto (o al fingimiento del gusto) por no querer ofenderme; quizá por la curiosidad de conocer aquellas facetas que no se enseñan hablando de trivialidades. Estos mencionados y atentos lectores interesan, solo eso, interesan, aunque sean leedores de mi impulso a escribir y no de la mano con la que escribo; pero aparte están todos aquellos incomprendidos que necesitan identificarse con una obra —o conmigo, porque a fin de cuentas el “yo” muestra el “yo” (valga la redundancia)— y que, supongo y espero no suponer mal, comprenderán todo el conjunto.
En conclusión, escribo para quien me pueda entender como si hubiera escrito esto con sus propias yemas, escribo para el que sepa enfocar hacia el objetivo deseado y sepa darle al disparador, cuestionando y recreando. Vaya, que escribo pa’l incomprendido que pueda comprenderme.
5 Noviembre de 2008
Mei Manzanero
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Este texto me ha recordado a otros textos tuyos, como por ejemplo al de la chica del carmín (Porque leí el cuento/texto que escribiste al respecto) y la verdad es que a mi me gusta cuando escribes sobre banalidades y cosas más "terrenales" y no tan "espirituales" aunque imagino que, de vez en cuando, tienes la necesidad de ello.
ResponderEliminarCreo que en este texto has descrito bastante bien la vida del escritor, sus dudas y todo aquello que nos ha pasado alguna vez que hemos intentado escribir.
Un beso.
Estoy con Aroha, esta clase de cuentos sobre cosas más, digamos físicas, palpables, me gustan más... ^^ Aunque los otros no tienen desperdicio, hacen pensar, y eso está muy bien.
ResponderEliminarSaludos.